LOLAOCK PROJECT:


Te vi por primera vez el primero de junio del 2022. Estabas recostada al interior de una morgue a medio construir en el Cementerio Alterno de El Copey en el Cesar, Colombia. Antes de encontrarte escuché a Alonso, el antropólogo de la Unidad de Búsqueda que guiaba las acciones forenses en ese predio, hablar de ti mientras recogía sobras del almuerzo para llevártelas. A pesar de su recomendación de no ir a verte porque me hubieras dañado el día, decidí acompañarlo. Estabas ahí, encima de un montículo de arena que había quedado de las labores de construcción de la estructura en cemento que te brindaba sombra en el calor asfixiante del mediodía. Al vernos batiste la cola. La misma cola que semanas después batías a toda velocidad cada vez que uno te llamaba, mimaba o simplemente miraba, y que te valió uno de tus muchos apodos: BatiLola. Estabas en los huesos y con una gran barriga, sin pelo, llena de pulgas y garrapatas que hacían fiesta en tu lomo y de moscas que se agolpaban en las llagas abiertas que tenías en tus orejas reducidas a una acartonada masa informe. Estabas ciega de un ojo y casi sin dientes. Te dejamos comida y agua y volvimos a nuestras actividades al interior del cementerio. Por la tarde vi que te arrastrabas por el predio con una de tus patas traseras fracturada y tu lengua a medio colgar del hocico. Me revolviste todo. 

Unos meses antes se había muerto Polux, el alma perruna de Ana y lo último que pensábamos era tener otra perra. Mandé unas fotos tuyas a Bogotá para preguntar qué se podía hacer. En los días siguientes te dejaste lavar con menjurjes de jabón Rey, limón y ajo. Los parásitos parecieron darte un poco de descanso y al tercer día con Alonso te compramos un desinfectante para las llagas y una pastilla anti bichos que surtió efecto y te liberó en parte de tu constante rascadera. Ese día por primera vez te vi descansar de verdad al interior de una bóveda en obra negra. 

Mientras tanto en Bogotá, Ana y sus amigas del colectivo Historias de animal buscaban la manera de sacarte de ese cementerio. Pensaron en un refugio en Santa Marta, en viajar en carro desde Bogotá para llevarte a la capital, en pedirle a un amigo que vive en la costa que te recibiera un tiempo en su casa. Finalmente encontraron un transportador que cubre la ruta Cartagena-Bogotá y que a veces lleva animales de una ciudad a otra. El camión pasaría el fin de semana y te recogería en Bosconia, un municipio a escasa media hora de distancia. El problema era hacerte llegar a tiempo a Bosconia en un día laboral para mí. Al final pudimos contratar un mototaxista que te llevaría en su moto. La vigilia de tu viaje estuviste desaparecida casi todo el día. Apareciste ya al finalizar la tarde con tu andadura coja y fatigada. Por miedo a que hicieras lo mismo al otro día, decidí llevarte al hotel. Te bañé en la ducha de mi habitación y te armé una cama en el piso con una sábana desgarrada que la señora del hotel te había regalado después de escuchar tu historia. De madrugada salimos juntas hacia el cementerio. A eso de las dos de la tarde llegó el mototaxi, o mejor dicho la moto. El señor no tenía remolque, sino sólo la moto y una caja de cartón demasiado pequeña para contenerte. Mientras tanto el camión salido de Cartagena se iba acercando a Bosconia. Había que salir de El Copey cuanto antes o hubieras perdido la posibilidad de ser rescatada. Junto al señor, te subí sobre el serbatoio de la moto y te medio amarré al timón con la correa azul comprada en la única agrícola/veterinaria del pueblo. Te vi salir del cementerio trepada en la moto y no pude hacer otra cosa que esperar que todo fluyera. ¡Y todo fluyó! 

Llegaste a Bosconia donde te subieron en la cabina del camión y empezaste una larga travesía hacia la capital donde llegaste al otro día por la tarde. Ana te recibió en la casa. Al día siguiente saliste de la veterinaria con una hoja de medicamentos para intentar combatir una anemia inducida por un hemoparásito transmitido por las garrapatas, una otitis aguda, una úlcera en tu ojo derecho, una dermatitis que te había carcomido la piel y que nos obligó a lavarte cada semana con jabones medicinales que te sanaron y le permitieron a tu pelo volver a crecer. Fueron meses de cuidados constantes mientras te acostumbrabas a Bogotá, su tráfico, el frío y a caminar sobre baldosas sin resbalar. 

Desde el comienzo la idea era rescatarte, curar tus heridas y lograr que alguien te adoptara. La última parte del plan nunca resultó. Te fuiste quedando con nosotras y finalmente te quedaste en una especie de custodia compartida cuando en agosto tú y yo montamos rancho aparte. Llegamos a un apartamento vacío y luminoso en La Alborada y tú te echaste en la inmensa cama que heredaste de Polux y me miraste como a decir 'todo saldrá bien'. Fueron 15 meses y dos semanas risueños y de un amor puro e incondicional. A pesar de tu patita fracturada, a menudo íbamos a asolearnos en el Parque Bavaria. Yo llevaba un libro y me sentaba en un banco a leer mientras tú te echabas en el piso y me mirabas con tu ojo izquierdo y la lengua a medio colgar. Esa lengua que, al no encontrar dientes que la contuvieran, a menudo se asomaba de tu boca como si quisieras sacarle la lengua a la mala suerte que te había acompañado durante demasiados años. Esa misma lengua que te valió otro de tus apodos, el de Lola-Lengua, o Lengüeta. 

Algunas veces fuimos donde la tía Tiziana que vive en un lugar hermoso en medio de las montañas que rodean Bogotá. Te gustaba acompañar a la manada de la tía en sus caminatas por el monte y recostarte en la hierba a la espera de galletas perrunas que frantumabas con los pocos dientes que te quedaban. En esos paseos por las montañas aprendiste a comer pera chilena, manzana y papaya. Daba gusto verte comer. Ese milagro que ocurría sagradamente dos veces al día en horarios puntuales que empezaste a reconocer y en los cuales reclamabas lo que durante la gran parte de tu vida seguramente no habías tenido. Siempre me pregunté qué pensarías al ver que todos los días el milagro se repetía y que ya no hacía falta esconder bocados para los momentos de escasez como hiciste en El Copey cuando enterraste una carimañola recibida hacia el final del día. Comías de todo, pero tu plato favorito parecían ser las cabezas de mojarra revueltas con arroz. Mientras el pescado hervía en la olla, te ponías al pie de la estufa en un silencio contemplativo roto a veces por gruñidos de reclamo. No había manera de resistir a tu mirada lastimera de perra que no entendía de horarios para comer.   

Además que con la comida, la otra relación obsesiva en tu vida fue con la veterinaria. Periódicamente el hemoparásito se ‘despertaba’ y tocaba llevarte a consulta de la cual salías con una cantidad de medicamentos que tenían la misión de subir tus defensas y combatir el parásito. A las últimas consultas fuimos en bici. Te costaba cada vez más caminar, así que te ponía en mi morral de montañismo y varias veces cruzamos la calle 26 de oriente a occidente para llegar a Quinta Paredes. Parecías disfrutar esos ciclopaseos trepada en mi espalda mientras el sol bogotano te calentaba. 

Desde tu llegada a Bogotá me sorprendió lo rápido que entendiste que las necesidades había que hacerlas fuera del apartamento. Para una perra que había vivido gran parte de su vida en la calle fue asombroso. Así como fue asombroso el 'pudor' que mostraste cuando el hemoparásito empezó a generarte hemorragias intestinales y por la noche llegabas al lado de la cama y me despertabas con tus gruñidos destemplados para que bajáramos a la calle. Parecía que esa soltura incontrolada te avergonzara.     

Era difícil resistirse a esos gruñidos en medio de la noche, así como resultaba difícil resistir a tus reclamos cuando en la calle consentía a los perros de los vecinos. Mostrabas unos celos incontrolables que pronto me hicieron desistir de acariciar a cualquier otro perro. Parecías entregar y exigir un amor exclusivo, pleno, sin compromisos y sin deslices. Un amor totalizante. Me enternecían esos reclamos de una perra que durante la mayoría de su vida tuvo que valerse por sí sola, defenderse a como diera lugar, sobrevivir a pesar de todo y resignarse a esperar la muerte en una morgue a medio construir. En un momento muy difícil de mi vida, cojeaste a mi lado, me obligaste a cuidarte y a diario me mostraste que a menudo la vida es un acto de terquedad y resistencia. Y tú resististe hasta el final, Lola adorada. 

Un día amaneciste sin poder pararte en las patas delanteras. Pensé en una parálisis y llamé a la veterinaria que me tranquilizó. Al otro día ya no movías la única pata trasera que todavía funcionaba. Pensé que algo terrible estaba pasando y con Ana te llevamos a la veterinaria. Yo estaba convencida que había llegado el final. Sin embargo, la veterinaria nos contó que tal vez esa momentánea paresis se debía a la cantidad de medicamentos que estabas tomando por tu anemia crónica. Aconsejó reducirlos, pero la situación no mejoró. Tu cuerpo dejó de responder. Sólo movías la cabeza y la cola con la cual seguías manifestando tu alegría y tu presencia. Fuiste trasformandote en una medusita sin tensión muscular. Te cargaba de un lado a otro. Te bajaba alzada para que hicieras tus necesidades mientras con unas telas abrazaba tu barriga y te sostenía en el pasto. Luego dejé de bajarte y simplemente te limpiaba y lavaba tus cobijas y tu cama cada vez que fuera necesario. 

Fueron días de mucha impotencia mientras esperaba que tu cuerpo se recuperara de ese torpor espantoso. Un día tu respiración se volvió más pesada, sin embargo seguías comiendo y eso me hacía esperar que fuera algo pasajero. Finalmente tu piel se puso amarilla y hasta tu ojo ciego que siempre había sido azul se volvió amarillo. La veterinaria me dijo que probablemente lo que tenías era un coma hepático. Tu respiración se volvió aún más pesada pero seguías comiendo y yo seguía esperando en un milagro de tu cuerpo destrozado por años de abandono. Luego una noche tu respiración se hizo increíblemente más pesada. Parecía como si no encontraras el aire a tu alrededor. Me arropé en una cobija y me tiré a tu lado en la sala de nuestro apartamento. Durante toda la noche te abracé y susurré que te fueras, que descansaras, que fueras a un lugar sin sufrimiento. Te agradecí por nuestro encuentro inesperado, te conté lo mucho que significabas para mí, lo mucho que te quería, lo sanador que había sido tenerte a mi lado. Amaneció y tú seguías buscando aire. Llamé a la veterinaria y cuadré una cita. Comiste algo pero ya a la hora de salir hacia el consultorio no me recibiste una comida muy gourmet que Ana te había comprado. Te cargué en los brazos sosteniendo tu cabecita sobre mi hombro. Cogimos un taxi y a menudo durante el recorrido pensé que ibas a hacer lo mismo que había hecho Polux meses antes cuando se había muerto en un taxi camino a la eutanasia. 

Daniela, la veterinaria, nos esperaba. Eran las dos de la tarde y el consultorio estaba vacío. Te recosté en la camilla y nos quedamos un largo rato a solas. De alguna manera te pedí perdón por lo que estaba a punto de hacer. Te dije que ibas a descansar para quizás volver a respirar y correr sin tropiezos en otra dimensión. Una donde no existiera el dolor, el abandono o el hambre. Nos miramos un largo rato mientras te sobaba el lomo por fin peludo y la cresta en tu cabeza que me gustaba erizar acariciándote contrapelo. Luego Daniela entró. Me explicó que te iba a inyectar un fuerte sedante y que luego te inyectaría un medicamento para inducir un paro cardiorrespiratorio. Una vez sedada, tu respiración volvió a la normalidad, como si el dolor que yo no había podido dimensionar se hubiera también dormido y eso te permitiera descansar y respirar sin angustia. Fue un alivio verte dormir un sueño finalmente silencioso y apacible después de días pasados a escudriñar tu cuerpo y tu mirada en búsqueda de una señal que me indicara qué hacer. Del sueño al paro cardiaco pasaron siete segundos. Siete segundos para morir un 27 de septiembre del 2023. 

Te puse en el morral de montañismo y regresamos juntas a casa en TransMilenio. Quise cargarte en mi espalda una última vez y volver a hacer la ruta que a menudo habíamos hecho juntas a pie cuando íbamos donde Daniela. Quise volver a sentir tu gravedad. En casa te volví a acostar en tu cama y te cubrí con uno de mis sacos de lana que hace tiempo se había vuelto tuyo. Al otro día madrugué y esperé que Adela y María nos recogieran y nos llevaran a Choachí donde, acompañada por tu manada de adopción y los humanos que te quisieron, te sembré debajo de un joven nogal.   

27 de Febrero de 2024. 


¡PIENSA CLARO, PIENSA BONITO, PIENSA FUERTE!OCK PROJECT:


Recorriendo el Putumayo durante una semana no pude sino pensar varias veces en los primeros versos de un poema de Lorca. Esos que dicen: 


‘Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas'.


Hace quince años había estado en el Alto Putumayo fotografiando cementerios y en agosto del 2023 regresé para visitar comunidades en el Medio y Bajo Putumayo. De entrada me asombraron los infinitos matices de verde y de inmediato pensé que realizar todo el trabajo con cámaras análogas y películas en blanco y negro no me hubiera permitido evocar la riqueza cromática del territorio y de las comunidades indígenas y afro que lo habitan. Así que una vez más recorrí al hibridismo creativo que hace años me habita y alterné diferentes cámaras para captar el hibridismo que también habita esa región. 


Visité diferentes grupos étnicos que resisten a las embestidas del modernismo anclandose a las tradiciones, al territorio y a los espíritus que lo gobiernan. Espíritus y fuerzas que hace siglos han aprendido a convivir con creencias ‘de importación’, cooptadas por las comunidades a través de múltiples procesos de sincretismo. Sincretismo que permite que en la cocina de una maloca del pueblo Kofán donde acababa de participar en una toma de yagé, a la madrugada descubriera una pintura de un Cristo y el texto ‘En vos confío, Amén’ al lado de un paisaje amazónico donde un jaguar, un búho, una serpiente y varias guacamayas son retratados a orillas de un río. Ese mismo jaguar que según varios antropólogos hace tiempo ha perdido su sacralidad en la cosmogonía de los pueblos indígenas de Colombia. Los titulares dicen que los indígenas han sido despojados hasta de ‘la jaguaridad’, sin embargo los murales que fotografié en La Hormiga cuentan otra realidad. 


Junto a los infinitos verdes y a una deliciosa tilapia encocada comida en Puerto Limón a orillas del río Caquetá, recuerdo con nostalgia los sonidos que acompañaron mi toma de yagé. Una toma que no estaba prevista y a la cual intenté resistirme antes de ceder y confiar en el taita que en el cabildo Nueva Isla me dijo: ‘yo te voy a cuidar’. Fue un viaje poco placentero aunque de alguna manera sanador y liberador. Esa noche aluciné, vi pájaros y monos enjaulados, tuve miedo de estar a punto de tener un paro cardiaco. Me imaginé la angustia de mis padres recibiéndome en un ataúd en la pista de aterrizaje del aeropuerto de Roma. Imaginé su dolor e incredulidad. Al tener hormigueo en todo el cuerpo, pensé que la ayahuasca había detonado algo en mi sistema nervioso. De madrugada, y después de vomitar el alma y algo más, me di cuenta que el hormigueo se debía al chinchorro en el cual no soy capaz de recostarme sin estar curva y embutida. Antes de empezar la ceremonia, les pregunté a las mujeres del cabildo si había que pensar o pedir algo específico durante la toma. Me contestaron: ‘Piensa claro, piensa bonito, piensa fuerte’. Durante la noche intenté resistirme al mareo y las embestidas de la angustia pensando fuerte, o por lo menos intentando hacerlo mientras mis oídos se agudizaban y percibían cualquier mínimo rumor como estruendo y chillido. Recibí el amanecer con alegría y satisfacción por haber confiado, dejándome llevar y emprendiendo otro tipo de viaje. Regresé al cabildo a pie en compañía de la anciana hermana del taita que colgó su chinchorro al lado del mío y que a lo largo de la noche me arrulló y guió tocando su armónica. El sonido de ese instrumento tan diminuto y la hermosura de los cantos que acompañaron la ceremonia es lo que recuerdo con estupor de ese viaje por el Putumayo y esa noche pasada a intentar ‘pensar fuerte’.


3 de Enero de 2024.

MASSIOCK PROJECT:


Era mayo de 1991, estaba en casa con mi madre. Después de almuerzo llegó mi hermano de la Universidad y, como de costumbre, agarró su bici para ir a dar una vuelta en los cerros que rodean el sur de Roma. Al rato empezó a caer un fuerte aguacero y pensé que Massi, mi hermano, se estaba demorando más de la cuenta. Después ese pensamiento dejó el paso a otras cosas. A eso de las cuatro de la tarde timbró el teléfono. Respondió mi madre. Desde mi cuarto tuve el presentimiento de que no se tratara de una llamada trivial. Una voz de hombre al otro lado del teléfono le contaba que su hijo había tenido un accidente y estaba en urgencias en el hospital de Frascati. Salimos pitadas. No fue sino entrar al hospital para darse cuenta de que no había esperanza. Lo leímos en los rostros de los médicos y enfermeros que nos recibieron. La bici se había salido de la carretera en una bajada y había chocado con una pared de hierro que delimitaba una propiedad privada. Massi había intentado reaccionar y reparar su cabeza poniendo el brazo derecho que resultó fracturado. Sin embargo, el impacto, y la ausencia de casco (que había comprado una semana antes y que tenía que cambiar porque le quedaba demasiado grande) le habían provocado un trauma craneal devastador. En el hospital de Frascati la maquina para realizar tomografías y evaluar la entidad del daño estaba rota. Cosa rara para el sistema de salud de Italia. Así que una ambulancia lo llevó al hospital San Giovanni en Roma donde lo operaron. Salió vivo de la cirugía, pero a los dos días su corazón de deportista decidió que ya era suficiente. Era el 15 de mayo. El 26 de junio hubiera celebrado su cumpleaños número 21. Al otro día mi madre cumplió 45 años.   


Como familia intentamos responder juntos a la pérdida. Después cada uno buscó la manera de sanar, hacer paz con el destino y seguir adelante a pesar de todo. Yo perdí mi norte, mi ejemplo, mi hermano del alma. El que disentía, el que no agachaba la cabeza, el inconforme. El que me tomaba del pelo llamándome 'stampella', gancho de ropa, por mi magrez.


En la masterclass con el evocador título de Cazadores de mariposas o la escritura documental, Marta Andreu afirma que cada acto creativo es la respuesta a una pérdida. La pérdida de un ser querido, un lugar del alma, un estilo de vida, un amor… No tengo dudas que detrás de mi constante búsqueda fotográfica esté el intento de responder a tu pérdida, Massi querido. De encontrarle sentido a lo que hace 32 años transformó mi vida y la de nuestra familia. A lo que en el 2000 me empujó a dejar Italia, nuestra casa, nuestros padres y Paola para llegar a Colombia. Era quizás el intento de darme otro chance, reconstruirme lejos de casa, recordarte y tenerte a mi lado mientras caminaba por otros senderos. Conocer el Caribe, el Pacífico, ver juntos esos verdes infinitos propios de estas latitudes. 


Después de muchos años te volví a encontrar a orillas del Mediterráneo. Caminamos juntos en los calanques que rodean a Marsella, nos despertamos de madrugada para asomarnos a las ventanas de la Camargo Foundation y contemplar ese azul infinito que, según Rebecca Solnit, es "el color de una emoción, el color de la soledad y del deseo, el color del allí visto desde aquí, el color de donde no estás. Y el color de donde nunca puedes ir". Miramos con éxtasis la belleza de la bahía de Cassis con el peñasco de Cap Canaille que al atardecer se viste de naranja. Te volví a encontrar en la testarudez y ternura de Guillaume Letestu, el pescador que me permitió flotar en el Mediterráneo en su pequeño barco. Guillaume también es un inconforme. Uno que en un momento cerró su empresa en París y se retiró a orillas del mar. Compró un barco y se gana la vida pescando. Siempre me imaginé que hubieras tomado alguna decisión de este tipo en tu vida. Estudiabas para ser ingeniero, pero estaba segura de que, una vez graduado, te hubieras inventado otro camino.   


Juntos fuimos a Salin-de-Giraud en Provenza. Un paisaje casi lunar donde se sigue produciendo sal como se hacía hace siglos. Juntos pedaleamos jadeantes contra el maestral, ese viento que sopla tan fuerte que se vuelve un muro resistente a cualquier movimiento. El mismo maestral que sopla en Sardinia donde el año de tu muerte fuimos a pasar unas semanas para que nuestra madre se alejara de tu tumba. Una Sardinia que en esa época odié y que redescubrí hace unos años cuando acompañé a nuestros padres en unas vacaciones de verano que me hicieron descubrir una tierra de colores y olores intensos. 


Entre ires y venires he pasado más de quince años en Colombia. Quince años de búsqueda, recorridos y preguntas. Hace tiempo estoy intentando darle sentido a la ausencia, también a tu ausencia, documentando lo que significa la desaparición forzada en este país donde este crimen se ha vuelto paisaje. Después de años, finalmente entendí que era un trabajo que respondía a la necesidad de encontrar respuestas a la tuya de ausencia. Una especie de homenaje silencioso. Aunque en los últimos meses, Ana me hizo caer en cuenta que quizás mi búsqueda tenga más bien que ver con una especie de reconocimiento a nuestra madre. A alguien que durante 32 años siguió levantándose todos los días, intentando encontrarle sentido a la vida, a la vida sin ti. Su primogénito, el hijo hombre. Estoy segura de que en su vida no ha habido un solo día sin que haya pensado en ti, recordando ese 13 de mayo cuando llegaste a cambiarte y nos saludaste sin transcendencia, como lo hace quien sabe que regresará al rato. 


Miro a las mujeres que a menudo acompaño en sus marchas de protestas y exigencias y no puedo no pensar en ti y en nuestra madre. En la lucha de esas mujeres cuyos seres queridos fueron desaparecidos por los que eufemísticamente llaman 'actores del conflicto'. Madres que extrañan a su Carlos, Deiber, Fair Leonardo, Irina, Roberto Antonio, Zully. Esposas que siguen soñando con su Eduardo, Jimmy, Julio, Héctor. Hermanas que no han olvidado a su Ana Rosa, David, Héctor Emilio, Pedro Nel. Amparo, Analigia, Blanca, Candelaria, Elizabeth, Gloria, Inés, Lucía, Luz Marina, Marlis, Myriam, Nidia, Pilar, Sandra Cristina, y miles más. Mujeres que gritan y exigen. Que no desfallecen, que siguen adelante y no se rinden. Que esperan algún día poder recibir lo que queda de ese cuerpo que alguien decidió borrar. Nosotros recibimos el tuyo. Giulio y Virginia, nuestros tíos, se encargaron de vestirte. Yo te vi después de la cirugía cuando, a pesar de estar en coma, tu cuerpo seguía moviéndose con pequeños saltos. Me explicaron que eso era normal, pero no representaba el reflejo de lo que conocemos como vida y actividad cerebral. Recuerdo tu sonrisa redibujada por el golpe que había partido tus dientes de adelante. Estas mujeres quieren volver a abrazar a sus seres queridos como lo hizo nuestra madre en la morgue cuando se quedó a solas contigo. Quién sabe qué promesas te hizo. 


El tuyo fue un accidente, el destino para los que creen en él. La mala suerte. O el carro de alguien que te sacó de la vía una tarde lluviosa de mayo. A las mujeres que he conocido en estos años sus seres queridos les fueron arrebatados por alguien que decidió sobre sus cuerpos. A menudo los mató la indolencia, la complicidad, la acción u omisión de las instituciones. Sin un porqué. O porque alguien los señaló de quién sabe qué falta. Una falta que fue razón suficiente para volverlos paisaje. En estos años de investigación vi el documental El baile rojo sobre el exterminio del partido político Unión Patriótica (UP). En él, un padre en un momento dice: "Llevo 1107 noches pensando en 1107 muertes diferentes de mi hijo". No me imagino lo que hubiera significado para nuestra madre, nuestro padre, para Paola y para mí soñar durante 11680 noches, 11680 muertes diferentes para ti. Otra mujer que escuché en estos años decía, "Yo ya no vivo, existo para exigir justicia, pero vivir como tal no". En estos 32 años vivimos, o por lo menos, lo intentamos. También para honrar tu memoria. 


Yo viví respondiendo a esa pérdida con miles de disparos y miles de kilómetros de camino donde a menudo te sentí andar a mi lado, y donde nos cansamos juntos. El cansancio, la fatiga física propia de esta profesión, es también la manera de responder a tu pérdida para, de alguna manera, volver a encontrarte. 


15 de Mayo de 2023.

JEFFROJECT:


Escuché hablar de Jeff por primera vez en el 2010 en Nueva York. Estudiaba en ICP, el International Center of Photography. Era enero y varios de mis compañeros de escuela hablaban maravillas de ese hombre canoso que dictaba un taller de apenas una semana. Celebraban la brillantez de Jeff, su humor, su increíble manera de editar y rescatar de los archivos de los estudiantes las joyas que ni ellos sabían que habían disparado. Yo había escogido otro taller que resultó ser bastante irrelevante, como muchos de los que había tomado desde mi llegada en septiembre del año anterior. Tuve que esperar un año antes de poder encontrarme cara a cara con Jeff Jacobson. En junio del 2010, me gradué de ICP y empecé a trabajar de asistente en diferentes talleres que no había podido tomar en mi año académico. Entre otros, el de Jeff: Where do you stand?, ¿Dónde te paras? 


Mis compañeros tenían razón. Asistí a Jeff y toqué con mano su originalidad a la hora de editar el trabajo ajeno, al igual que me dejé cautivar por su manera tan refrescante de entender la fotografía y el acto creativo que está detrás de cada imagen. En los años que siguieron, volví a ayudarle en un curso privado que dictó en su casa de Manhattan y luego en otro en los Catskills, una región boscosa al norte de Nueva York. Fue sorprendente verlo fotografiar con su pequeña camera y, aún más revelador, verlo hacer magia rescatando del olvido las fotografías que los estudiantes habían puesto en su carpeta B, la de las insalvables. 


A ratos le mostraba mi trabajo y siempre recibí palabras de apoyo y a veces de estupor. Una vez, me dijo: “is not my cup of tea” (no es mi tipo de foto). Fue cuando le mostré una serie a la cual había trabajado durante una residencia de artista en Francia. Añadió: “Tu trabajo es tan personal y único, en cambio esa serie se parece a la idea de fotografía que tienen muchos estudiantes de arte”. Me concentré en lo “personal y único” de su respuesta. Cuando regresé de Francia, lo volví a visitar en su casa de Manhattan. Estaba en uno de sus ciclos terapéuticos para tener a rayas un cáncer linfático que lo acechaba hace años. Como siempre, fue inspirador sentarse a su lado y escuchar sus opiniones acerca de la fotografía. 


La pregunta Where do you stand? sigue inspirando mi práctica fotográfica. Es un dónde me paro, no sólo a nivel físico para establecer qué hacer con mi cuerpo, cuánto acercarme o alejarme, subir o bajar, correrme hacia la derecha o la izquierda, sino dónde me paro como ser humano. Antes de preguntarme qué clase de fotógrafa soy, Jeff me enseñó a cuestionarme qué clase de ser humano soy. El famoso Robert Capa decía que si nuestras fotografías no son lo suficientemente buenas es porque no estamos lo suficientemente cerca. Con Jeff aprendí que si no son buenas es porque estoy parada no necesariamente lejos de mi sujeto, sino donde no debería estar. 


Tomar fotos es danzar con nuestros sujetos y renegociar todo el tiempo nuestra posición. Es entender que esa danza resulta más fácil con lentes fijos que nos muestren una porción de mundo que varía sólo al acercarse o alejarse con nuestras piernas, y no haciendo zoom in o zoom out con la cámara desde nuestra guarida de observación. Si danzamos con el otro, en efecto, dejamos de ser espectadores pasivos de lo que ocurre frente a nuestros ojos (y lente). Ese no ser espectadores es percibido también por los que miran nuestro trabajo y, de alguna manera, se sienten “metidos” en la escena. Es ir a una marcha de protesta sin cargar un 300mm (un lente tan largo que parece una bazuca) para hacer una serie de retratos desde el semáforo que está a centenares de metros de la cabeza de la manifestación. Es marchar y danzar con los que protestan, y fotografiar al mismo tiempo. 


Gracias a Jeff descubrí a Charles Harbutt, un escritor que se volvió fotógrafo porque “los fotógrafos [a diferencia de los escritores, ndr] tienen que estar en el lugar donde quieren tomar fotos, o por lo menos sus cámaras tienen que estar ahí”. En el epílogo de su libro Travelog, Harbutt dice: “Yo no tomo fotos, las fotos me toman a mí. No puedo hacer otra cosa que tener película en mi cámara y estar alerta… Las fotos suceden. Lo único que podemos hacer es confiar en nuestra sensibilidad, la gracia del mundo y la química de Kodak. Este es el método fotográfico”. También descubrí a ese chileno, poeta de la imagen, que es Sergio Larrain. Jeff me mostró un pequeño libro titulado Valparaíso, una joya de Larrain que toma fotografías como, de existir, lo haría Dios. Este es un fotógrafo que compone mágicamente en vertical (algo inusual en la fotografía de calle) y cuyas imágenes tienen una tal perfección y armonía visual que parecen dibujos a lápiz en lugar de fotografías de la vida que fluye rápida en Valparaíso, Londres o París. Un hombre que, al igual que Jeff, tuvo el coraje de salirse de la agencia Magnum donde al parecer no encajaba. Larrain murió en 2012, y en 1982 le escribió una carta a su sobrino donde, entre otras cosas, le decía: “El juego es partir a la aventura, como un velero, soltar velas. Ir a Valparaíso, o a Chiloé, por las calles todo el día, vagar y vagar por partes desconocidas, y sentarse cuando uno está cansado bajo un árbol, comprar un plátano o unos panes y así tomar un tren, ir a una parte que a uno le tinque, y mirar, dibujar también, y mirar. Salirse del mundo conocido, entrar en lo que nunca has visto, DEJARSE LLEVAR por el gusto, mucho ir de una parte a otra, por donde te vaya tincando. De a poco vas encontrando cosas y te van viniendo imágenes, como apariciones las tomas”. 


Quizás esas palabras me resuenen tanto porque, más allá de historias, reportajes, series que es como hoy se piensa, empaqueta y vende la fotografía, siempre entendí el acto fotográfico como una ecuación de acción y reacción. Deambular por un lugar sin un plan o una meta y reaccionar fotográficamente a lo que veo, lo que me mueve, lo que detona algún tipo de interés. Lo que me tinca, como diría Larrain. A menudo las “apariciones” que uno se encuentra pueden ser simples juegos de luz y sombra. Siempre me ha molestado pensar en proyectos, hablar de proyectos, fotografiar proyectos. Siempre he amado la street photography, la fotografía de calle, por su aparente libertad, por huirle a cualquier plan preconcebido que no sea el simple deseo de contar el aquí y el ahora de uno mientras se descubre un nuevo lugar, o se redescubre fotográficamente un lugar que conocemos hace tiempo. 

Jeff murió el año pasado y su pregunta Where do you stand? sigue siendo mi norte a la hora de navegar por la vida, hacer, pensar y enseñar fotografía. 

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